Vainilla y chocochip
Sentada en la sala de espera para la revisión rutinaria, Adriana recuerda que tiene que comprar yogur sin azúcar, regañar a su hijo por el siete en biología, enviar un correo con el cierre de cuentas a su jefe en cuanto llegue a casa y pagar la cuota del gimnasio al que lleva sin ir cinco meses.
—No quiero que te preocupes antes de tiempo, Adriana, pero no me gusta mucho lo que he visto. Vamos a hacer una mamografía urgente.
Sentada en la silla de la mamografía, Adriana recuerda que tiene veinte años de hipoteca y es madre soltera de un hijo de quince; que por fin iba a irse con sus amigas ese verano a Nueva York, pero menos mal que todavía no había comprado el billete. Que sus padres, que tenía cuarenta y cuatro, que querría sentir lo que era jubilarse. ¿Y su gato Douglas? Que el fin de semana había comida en casa de Roberto, el del taller de teatro, y ahora… Que cómo, que por qué, que cuándo.
—Menos mal, Adriana. Es un quiste.
Sentada en el bordillo de la acera, Adriana se tumba hacia atrás y mueve los dos brazos a un lado y otro. Recuerda que quiere aprender japonés, que su hijo ha sacado un notable en biología, que tiene el número de teléfono de Roberto y que sus padres viven cerca y va a darles dos besos y, si hay suerte, ver si su madre ha hecho caldo de sobra. De camino, pasará por la agencia de viajes y le llevará a Douglas algún regalo. Y un helado. Un helado enorme de vainilla y chocochip.
Noviembre
Cuando Elsa me dijo que estaba embarazada, yo estaba apunto de resolver el sudoku en la sala de espera.
-Todavía no podemos saber si es niño o niña, Paula -me dijo, imponente con su bata blanca-. ¿Sabes quién es el padre?
-Claro que lo sé, Elsa -le dije escribiendo un 4.
-¿Marcos? ¿En serio?
-No te lo voy a decir -respondí poniendo un 9.
Faltaban pocos huecos.
-Paula, en serio, ¿Fran? Estás de dos meses.
-Elsa, joder, no sé, no sé qué número poner aquí, ni idea -contesté tratando de pensar qué demonios estaba haciendo yo en noviembre.
Apunten
Y así, cuando el general del pelotón de fusilamiento grita “¡Apunten!”, el desertor, que hasta el momento apretaba con fuerza los párpados, abre los ojos de golpe.
-¿Paco? ¿Paco Garrido? ¡Soy Manolo, joder! ¡Manolito Gutiérrez, el de tu calle, el que se ponía de portero! -dice justo antes de parar con el pecho la primera bala mientras Paco Garrido, sordo desde hace un año por una granada, mira con extraña familiaridad ese cuerpecillo inmóvil.
La segunda planta
El guardia de seguridad de la segunda planta mira el reloj desde su silla. Luego mira a su derecha y a su izquierda: nadie, nadie ha visitado la exposición en tres horas. Se levanta y vuelve a ver uno a uno cada cuadro, limpia con el índice el polvo de algún marco y pasea con los brazos a la espalda. Se vuelve a sentar.
Minutos después se levanta. Se acerca a un cuadro de un campo de amapolas. Mira a su izquierda y a su derecha: nadie. Acerca la mano a la firma. Con la uña del dedo anular, raspa un poco la pintura, coge la porra y sale corriendo escaleras abajo.
-¿Lo has visto? ¿Has visto al tipo que ha salido corriendo por aquí? ¡Ha destrozado una obra! -grita al guardia de la planta baja, siempre tan ocupado.
Bajo cero
Después de más de veinte horas en la encimera de la cocina, las albóndigas seguían totalmente congeladas; incluso superaron los diez minutos de microondas usando una formación como la de los pingüinos. Él las miró de cerca, aceptándolo, y las devolvió al fondo del tercer cajón del congelador. Así era todo desde hacía una semana. Así era todo desde que ya no cocinaba para dos.
Dolor de muelas
El dolor de muelas le había paralizado ya media cara. Se había extendido como un rumor, sin notar la procedencia, discreto y letal. Se tumbó y recordó cuando le mordía los labios y el cuello, cuando masticaba sus muslos, cuando, con los dientes, tiraba despacio del lóbulo de su oreja. Todo era tan real como un dolor de muelas.
Con anestesia local
Me habían dicho que era con anestesia local y así fue, que vería toda la operación, claro, y que luego yo ya decidiría qué hacer con lo extirpado. El pinchazo dolió un poco, lo justo, pero segundos después yo observaba sin pestañear el baile de bisturíes y gasas, el sonido de los metales contra mi cuerpo, el concierto quirúrgico.
Taponaron bien la aorta con algodones y cuando lo sacaron, tan fofo, tan adormecido, tan redondo y defectuoso, me lo enseñaron. Menos mal que era con anestesia local. Señalé a la papelera. Ni tocarlo quería.
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