velocidad de obturaciónTodas las noches a las diez, Silvia acompañaba a Mario al garaje. Mario paraba el coche en la esquina de su calle y besaba a Silvia con prisa, mirando la hora y quejándose de sus turnos de trabajo. Al salir del garaje, ella se bajaba con la cámara de fotos y veía cómo el coche de Mario giraba a la izquierda tras el semáforo y se perdía entre el resto de luces. Silvia estaba obsesionada con las ventanas a raíz de una exposición de Hopper que vio un año atrás. Desde entonces, buscaba sin parar escenas que fotografiar a través de ventanas ajenas, rastreando en cada fachada una grieta de intimidad. A Silvia le fascinaba el hecho de que sus protagonistas anónimos se sintieran seguros, recogidos, llenos de privacidad en su casa sin saber que alguien desde la calle fotografiaba sus cenas con amigos, sus discusiones o sus costumbres al masturbarse. Podía empotrarse en cada una de esas vidas tan rutinarias como la suya, tan aburridas y estúpidas. Silvia las vivía desde fuera, decidiendo la velocidad de obturación del próximo disparo, eligiendo la siguiente escena de una novela gráfica. Sin embargo, desde hacía dos semanas Silvia repetía caminando el mismo recorrido tras la marcha de Mario. Giró a la izquierda tras el semáforo y caminó hasta el final de la calle, parándose frente a un edificio de ladrillo visto color teja. Se quedó en silencio mirando la fachada del segundo y deseando que fuera una de esas veces que no bajaban la persiana. Efectivamente, dejaron la persiana subida y la ventana abierta. Sólo se veía el borde de la cama, pero mientras Silvia colocaba el objetivo en el cuerpo de la cámara, apareció en ropa interior negra de encaje la mujer pelirroja, igual de exultante que siempre. Segundos después apareció Mario ya desnudo. Ese día Silvia aprovechó a la perfección cada disparo y cada envite, la luz era perfecta y los cuerpos se movían al ritmo de las fotos, dibujando las posturas como si fueran actores dirigidos por ella misma. Cuando acabaron, la habitación se quedó a oscuras. Silvia trató recordar la última vez que Mario y ella se acostaron. Se acordó de las enormes bragas blancas que llevaba ese día y del mal aliento de Mario. Ella ni siquiera se quitó el sujetador y Mario no hizo nada por quitárselo. Recordó que ni se besaron; ya nunca se besaban, era como si les asquease la saliva del otro. Mario le insistía en que no se concentraba. Ella pensaba en que debería quitar el gotelé. Silvia estaba ya guardando la cámara cuando la luz de la habitación se volvió a encender. Los dos estaban vestidos. La pelirroja agitaba los brazos y gritaba sin parar. Mario intentaba calmarla mientras ella, llorando, le señalaba el anillo de casado. Antes de que Mario pudiera decir nada más, la pelirroja le escupió en la cara y poco después se apagó la luz. Mientras recorría en silencio toda la avenida de vuelta a casa, Silvia se lamentó por su lentitud: le habría encantado fotografiar el momento justo en el que la pelirroja escupía. Se excitó al recordarlo a cámara lenta, visualizando la ráfaga de disparos con la saliva perfectamente enfocada en el aire hasta que se aplastaba en la cara de Mario sin que él encontrase la excusa a tiempo. Lo encontró sublime. La mañana siguiente, Mario le despertó con un beso. Silvia se levantó y le observó despacio de arriba a abajo, enfundado todavía en el uniforme del trabajo. Apestaba a sudor cuando le abrazó, besándole sin parar el cuello y diciéndole que la quería, que la quería muchísimo. Ella se separó medio metro y empezó a mover despacio la lengua dentro de la boca mientras él repetía cuánto le había echado de menos toda la noche. Silvia saboreó esos tres segundos a cámara lenta, tomó impulso y estampó su saliva en la mejilla de Mario como si fuera la bala de un revólver. Cuando le señaló las maletas de la puerta, decidió que empezaría a quitar el gotelé esa misma tarde. [Fotografía de live-14zawa bajo licencia Creative Commons]|2012-06-19 | 18:42 | escritura | Este post | | Tweet
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