en la mitad
El día en que Mario cumplió los cuarenta no fue un día de cumpleaños más. La operación del día anterior había sido rápida y durante todo el rato que tuvo que quedarse en observación había estado acompañado de su mujer, pero en ese momento ella ya estaba volando a Japón por el congreso de odontología infantil. Le había dejado perfectamente apuntado el teléfono del hotel y del hospital en un post-it en la nevera, junto a un "¡feliz cumpleaños, cariño!".
Mario desayunó, sacó al perro que llevaba viviendo con ellos tres años y medio y compró el periódico. Se sentó en el sofá, comenzó a leerlo y se durmió sin darse cuenta. Eso es lo que pasa los domingos. Lo último que leyó fue: "Por primera vez en la historia de este país, la esperanza de vida de los hombres se sitúa en 80 años". Eso bastó para entenderlo todo. Todo. Cuando unos minutos más tarde se despertó, Mario fue consciente del sentido de su vida. No cabía ninguna racionalidad en el descubrimiento, pero sabía que estaba repleto de la certeza más absoluta. Estaba completamente seguro de que ese día era justo el día de paso hacia la otra mitad de su vida: una delgada línea temporal separaba el antes y el después a partes igual y todo lo que le rodeaba estaría, a partir de ahora, en su segunda y última mitad. Él, por supuesto, disfrutaría de otros cuarenta años de vida, pero no sólo eso, sino que, para empezar, le quedaban doce años de matrimonio. Aún no sabía qué iba a romper su matrimonio, la verdad, pero el hecho era ése, cuando lo tuviera delante de las narices comprendería los motivos. A su mujer le quedaban dos años de vida más que a él, con lo cual el motivo más probable sería una ruptura sin más. Eso le tranquilizó en cierta medida. En ese momento pensó en Rufo, su perro: siete años iban a ser pocos para un perro, su muerte le dolería en el alma, pero mejor saberlo con cierta antelación. Menos mal que no tenían hijos. También pensó en su suegro, pero la idea de que viviera ciento cincuenta y cuatro años le aterró tanto que lo borró de su cabeza en el acto. Mucho mejor era pensar en el coche: el viejo Peugeot 206 prácticamente había muerto un par de meses antes y su mujer se empeñó en llevarlo al taller, sin saber, claro está, que en otros dos meses volvería a dejarlos tirados en mitad de la autopista. Ahí ella no tendría más remedio que reconocer que iba siendo hora de cambiar de coche. Por otro lado, pensó en la pantalla de plasma que acababan de comprar, pero el enfado por su corta vida útil se esfumó al recordar nimiedades como las albóndigas del frigorífico: en teoría debería comérselas ya pero, gracias a su descubrimiento, éstas adquirían tres días más de vida. Con tanto trajín vital, albóndigas era lo último que le apetecía comer, con lo que se hizo unos huevos recién caducados (se tranquilizó al ver la fecha de puesta, hacía un mes). Una de las cosas buenas que tenía el que todo estuviera en su mitad decadente era, por ejemplo, que la horrorosa camisa que su hermana le había regalado el día de antes en el hospital desaparecería de forma espontánea en cuestión de horas, se desintegraría sin más. Fue ahí cuando cayó en la cuenta del nuevo marcapasos. |2009-09-20 | 13:43 | escritura | Este post | | Tweet
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